Espejo Roto, Reflejos de Culpa y Paz
Un guerrero atrapado entre la brutalidad de la guerra y los fantasmas de su conciencia. En medio del caos, descubre que su verdadera prisión no son los muros de un calabozo, sino la culpa y el peso de sus actos. Un viaje intenso que nos lleva del campo de batalla a los rincones más oscuros de la mente, donde la lucha más difícil es contra uno mismo.
5/8/20244 min read


El fuego consumía el campo de batalla. El fuego y las cenizas danzaban. La tierra retumbaba con cada explosión, los gritos de cada soldado caído. Las espadas chocaban, llovían flechas, el olor de la carne quemándose se mezclaba con la brisa fría de la noche. Entre tanto caos, mi espada seguía atravesando los cuerpos enemigos, sin siquiera detenerse
Pero algo dentro de mí se agrietaba, las ansias de matar… no estaban. Mi mente estaba abrumada.
-¿Cuántos más?-, me pregunté, pero mi brazo ya se alzaba para dar otro golpe.
De pronto, una lanza partió el aire. Sentí un dolor ardiente cuando me atravesó el costado, entonces caí de rodillas. Todo se volvió borroso, los gritos, los pasos y el choque entre espadas… y luego, solo oscuridad.
No había muerto, no inmediatamente. Sentía que mi cuerpo flotaba en el vacío, como si estuviera en el limbo entre dos mundos. El eco de la batalla iba disminuyendo poco a poco, hasta que solo quedó el silencio. Empecé a tomar conciencia, sentía frío, un peso sofocante en el aire.
Abrí los ojos. Me encontraba en un calabozo.
El aire estaba húmedo, incómodo y pegajoso, una pestilencia a muerte flotaba en el ambiente filtrándose en las paredes. Me acurruqué en un rincón de la celda, con la espalda contra la rugosa pared, sintiendo cómo la humedad se adhería a mi piel. Mi ropa estaba rota, cubierta de mugre y aún llevaba rastros de sangre de la gente que había asesinado. No sabía cuánto tiempo llevaba aquí, pero se sentía como una densa eternidad.
Lo único que interrumpía el silencio era el sonido de las gotas que me estaba molestando desde que tomé conciencia y los lamentos que parecían susurrarme desde las sombras. Sabía bien quiénes eran…cada voz, cada grito, pertenecía a la gente a la que le había arrebatado la vida. Las manchas de humedad en las paredes formaban sus rostros, que me miraban reprochándome con sus ojos vacíos.
A mi alrededor, había cráneos esparcidos en el suelo que parecían cambiar con cada parpadeo. Primero, eran un montón de huesos como cualquier otro cráneo, luego, estaban cubiertos de sangre, y en un instante fugaz, se convirtieron en los rostros de aquellos a los que había asesinado. El calabozo parecía juzgarme.
Había un rostro que destacaba entre los demás, mi primera víctima: un soldado del país enemigo, tan joven como yo. Al verlo agarré un cuchillo de la cocina y, en un instante se lo clavé en el pecho. Cayó al suelo con la respiración entrecortada, con su mirada atrapada en la mía. Salí de casa y me di cuenta de que aquel soldado que había asesinado, junto con otros arrasaron con mi aldea, habían matado a todos. Sentí un vacío inmenso y estaba en shock, pero cuando recuperé la compostura, observé que los soldados estaban muertos, yo les había quitado la vida. Más tarde, llegaron otros soldados, pero me lograron capturar. Vieron que tenía potencial, entonces, me reclutaron para luchar en el ejército. Todo después de eso es borroso, no recuerdo mucho más.
-Quiero volver atrás, si tan solo pudiera hacerlo… pero no puedo. Nunca podré-, pensé, pero algo me interrumpió.
El sonido de unos pasos en el pasillo me sacó de mis pensamientos. No los había escuchado antes. O tal vez sí, pero ahora parecían más reales. La puerta rechinó y un guardia del calabozo entró a la celda, trayendo consigo un plato de comida. La colocó en el suelo, pero la carne tenía un color desagradable, un olor a podrido que revolvía mi estómago.
-¿Esto es comida?-, no me atrevo a tocarla, algo dentro de mí me dice que no lo haga. “Esto no está bien, nada de esto está bien”
El guardia de la nada me observó con una expresión inquietante. Sus ojos expresaba miedo, quizás. Iba a agarrar su espada, pero ya no estaba allí.
“¿Cómo…?”
El arma se encontraba en mi mano, pero no recordaba haberla tomado. Mi mirada se desvió a un espejo roto que había en la celda. Mi reflejo no se movió al mismo ritmo que yo. Sus labios se separaron en un susurro:
-“Tienes que volver a la realidad”-.
El espejo estalló en mil pedazos. Los gritos de guerra me envolvieron de repente.El estruendo de la batalla rugía a mi alrededor. Mis manos, que antes estaban vacías, ahora sostenían con fuerza una espada. Y frente a mí, un enemigo caía de rodillas, con los ojos sumergidos en el miedo.
No hay un guardia, mucho menos un calabozo. Siempre estuve aquí.
Quien antes me daría el último tajo, ahora estaba frente a mí, de rodillas, justo como yo lo estaba, listo para morir.
El humo y la sangre impregnaban el aire. Las llamas envolvían los restos de lo que alguna vez fueron hogares. Los gritos y el choque del acero resonaban en mis oídos. Todo seguía igual… salvo yo.
Sí hundía la espada una vez más, quedaría atrapado. No en prisión entre barrotes, sino en una culpa eterna.
No más.
Miré lo que reflejaba la espada, no era mi rostro. Era, como si de un monstruo se tratara…algo totalmente inhumano.
El miedo me hizo reaccionar y solté la espada.
La batalla continuó, pero yo no lo hice. En ese instante en el que el acero y el fuego danzaban, me cuestionaba si había hecho lo correcto.
Me capturaron. Perdimos, pero no me mataron.
Regresé al calabozo. Pero ahora no era el mismo lugar.
Ya no estaba la molesta gotera. No había sangre ni cráneos. No había gritos en la oscuridad. El aire ya no olía a muerte y el ambiente ya no era húmedo, sino cálido.
Me acerqué al espejo, pero esta vez estaba intacto, aunque con un poco de polvo. Lo limpié un poco y observé que mi rostro tenía una expresión de tranquilidad.
“El calabozo nunca fueron estos muros.”
Mi reflejo se veía tan bien. Mi mente por fin estaba clara. Estaba en paz
Alexander García Herrera.